jueves, 1 de marzo de 2007
miércoles, 17 de enero de 2007
CABALLO DE TROYA 1
Mi reloj señalaba las tres de la tarde. Faltaban dos horas para que el Cementerio Nacional de
Arlington cerrara sus puertas. Yo había consumido la casi totalidad de aquel lunes, 12 de
octubre, frente a las tres tumbas de los soldados desconocidos y a la minúscula y perpetua
llama anaranjada que da vida al rústico enlosado gris bajo el que reposan los restos del
presidente John Fitzgerald Kennedy.
Aunque a fuerza de leerla había terminado por aprendérmela, consulté una vez más la clave
que me había entregado el mayor.
Por enésima vez escruté el macizo sarcófago de mármol blanco que se levanta en la cara
este del Anfiteatro Conmemorativo y que constituye el monumento inicial y más destacado de
la Tumba al Soldado Desconocido. En la cara Oeste han sido esculpidas tres figuras que
simbolizan la Victoria, alcanzando la Paz a través del Valor. Pero aquel panel no parecía guardar
relación con mi clave...
Lentamente, como un turista más, bordeé el cordón que cierra la reducida explanada
rectangular y fui a sentarme frente a la cara posterior de la tumba central, en las escalinatas de
un pequeño anfiteatro. Exhausto, repasé cuanto había anotado. Frente a mí, a cinco metros de
las tumbas, un soldado de infantería del Primer Batallón de la Vieja Guardia, con sede en Fort
Myer, paseaba arriba y abajo, fusil al hombro, luciendo el oscuro uniforme de gala.
Aunque la cadena de seguridad me separaba unos diez metros de esta parte de la tumba, la
leyenda grabada en el mármol podía leerse con comodidad: «Aquí reposa gloriosamente un
soldado de los Estados Unidos que sólo Dios conoce.»
«¿Estará ahí la clave?», me pregunté con nerviosismo.
El solitario centinela, enjuto y frío como la bayoneta que remataba su brillante mosquetón,
se había detenido. Tras una breve pausa, giró, cambiando el arma de hombro. Segundos
después volvía sobre sus pasos, deteniéndose frente a la tumba. Allí repitió el cambio de
posición de su fusil y, girando de nuevo, reinició su solemne desfile.
Mi amigo el mayor norteamericano si hacía referencia al soldado que monta guardia día y
noche en el cementerio de los héroes, en Washington.
«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington», rezaba la primera
frase de su postrera carta...
Arlington cerrara sus puertas. Yo había consumido la casi totalidad de aquel lunes, 12 de
octubre, frente a las tres tumbas de los soldados desconocidos y a la minúscula y perpetua
llama anaranjada que da vida al rústico enlosado gris bajo el que reposan los restos del
presidente John Fitzgerald Kennedy.
Aunque a fuerza de leerla había terminado por aprendérmela, consulté una vez más la clave
que me había entregado el mayor.
Por enésima vez escruté el macizo sarcófago de mármol blanco que se levanta en la cara
este del Anfiteatro Conmemorativo y que constituye el monumento inicial y más destacado de
la Tumba al Soldado Desconocido. En la cara Oeste han sido esculpidas tres figuras que
simbolizan la Victoria, alcanzando la Paz a través del Valor. Pero aquel panel no parecía guardar
relación con mi clave...
Lentamente, como un turista más, bordeé el cordón que cierra la reducida explanada
rectangular y fui a sentarme frente a la cara posterior de la tumba central, en las escalinatas de
un pequeño anfiteatro. Exhausto, repasé cuanto había anotado. Frente a mí, a cinco metros de
las tumbas, un soldado de infantería del Primer Batallón de la Vieja Guardia, con sede en Fort
Myer, paseaba arriba y abajo, fusil al hombro, luciendo el oscuro uniforme de gala.
Aunque la cadena de seguridad me separaba unos diez metros de esta parte de la tumba, la
leyenda grabada en el mármol podía leerse con comodidad: «Aquí reposa gloriosamente un
soldado de los Estados Unidos que sólo Dios conoce.»
«¿Estará ahí la clave?», me pregunté con nerviosismo.
El solitario centinela, enjuto y frío como la bayoneta que remataba su brillante mosquetón,
se había detenido. Tras una breve pausa, giró, cambiando el arma de hombro. Segundos
después volvía sobre sus pasos, deteniéndose frente a la tumba. Allí repitió el cambio de
posición de su fusil y, girando de nuevo, reinició su solemne desfile.
Mi amigo el mayor norteamericano si hacía referencia al soldado que monta guardia día y
noche en el cementerio de los héroes, en Washington.
«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington», rezaba la primera
frase de su postrera carta...
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